En torno a las ruinas

 21 junio 2022

En la provincia de Huesca hay más aldeas despobladas que habitadas. Hoy he visitado una de ellas, Berroy. Un balcón natural del Sobrarbe, ubicado cerca de Fiscal, desde donde se contempla la llanura por la que discurre el río Ara. Me impresiona contemplar sus ruinas. Azuzan la imaginación. Invitan a pensar cómo transcurría la vida que hubo aquí. Escucho el silencio. Solo percibo los sonidos naturales del paso de la brisa entre las hojas de los árboles, el batir de las ramas, un arroyo que pasa. Y una profunda soledad.

En Berroy no había edificios nobles. Llego a la plaza de La Era. Es ahora una explanada solitaria colonizada por las zarzas donde antaño los niños jugaban, los mayores conversaban y se venteaba el cereal. Paseo lentamente entre piedras caídas de la torre de la iglesia. Una humilde iglesia, con sus muros agrietados. Un campanario que no volverá a tañer. La hiedra y los líquenes, el sol y la humedad van descomponiendo una fachada que apenas puede sostener un tejado de losa semihundido del que sobresale la tradicional chimenea troncocónica del Pirineo oscense. Balcones desvencijados. Una vieja cocina con una mesa polvorienta y despedazada. Nadie pasa ya. Parece que de nada sirve lo que se ve por aquí.

Casi todo el mundo desea lo nuevo, lo resplandeciente. Superficies nítidas, colores brillantes, luces cegadoras. Del pasado suele aceptarse lo que tuvo grandeza. Pero normalmente se acondiciona para que sea aceptable. Y suele acondicionarse tanto que, muchas veces, se aleja de lo que realmente fue.

Muchos vestigios de tiempos pasados se reforman para protegerlos o para que sean más visitables. Se pavimentan caminos para permitir el acceso a multitudes. Se construyen puertas, se precintan espacios. Se eliminan arbustos y árboles cuyas raíces puedan dañar lo reconstruido. Se colocan carteles. Se recrea un relato. Las restauraciones son peligrosas. Al tratar de ordenar y conservar queda alterada la esencia de lo que fue. Desaparece el misterio. Se desvanece la realidad. ¿No es más auténtico este estado ruinoso?

Nos falta humildad. Somos presuntuosos. Vivimos un ansia de eternidad. Todo debe volver a brillar. Exhibir siempre la mejor imagen. Permanentemente. Tratamos de que lugares, objetos, personas vuelvan a un perpetuo y luminoso presente. Aunque sea embalsamado o ficticio. Se pretende alterar el curso natural de la vida y la materia. Pero este esfuerzo es inútil. Todo cambia. Todo va envejeciendo. Nos cuesta aceptar el deterioro. ¿Por qué nos da tanto miedo?

Casas derruidas, semiocultas ya entre la vegetación. Tejados desplomados. Muros agrietados, desventrados. Caminos cerrados por los espinos. Degradación. Percibo un hilo sutil que vincula estas ruinas con la fugacidad del tiempo. Cambios espontáneos que conducen hacia el desgaste, el deterioro, el envejecimiento. Ruinas que hablan de lo inexorable. De soledad y abandono. Aquí, el mundo actual parece muy lejano.

Sospecho que uno está impregnado de romanticismo. Encuentro belleza entre tanta desolación. Percibo este pueblo ruinoso y desamparado como un lugar luminoso y atractivo. Precisamente por su estado de abandono. Berroy irradia un encanto difícil de describir. 

Intuyo vestigios de su belleza natural. Este pueblo abandonado fascina por su fragilidad. La fragilidad es su fuerza. Me siento hermanado a sus ruinas. Sugieren cosas que la sociedad prefiere ocultar. Hablan de caducidad, de lo natural que es la enfermedad, la mortalidad. También de tiempos pasados de ilusión y alegría.

Todo termina decayendo, derrumbándose, rompiéndose. La naturaleza va haciendo su parte. El tiempo pasa y corroe la piel de las cosas. Igual que el agua y el viento. Deja su marca. Modifica el trazo. Lo que se ve ahora, mañana ya no estará. Somos tiempo. Estamos hechos de tiempo.

Queremos alterar lo que es natural. Nos arrastra el espejismo de la eterna juventud. Estas ruinas degradadas, que ya nadie visita, lanzan un potente mensaje contracultural, casi revolucionario. Recuerdan que todo lo que nace termina decayendo. Muestran un pasado que modeló la vida de nuestros padres. Estas ruinas son la memoria de un mundo real. Mucho más real que lo reconstruido. Estas piedras caídas, el hierro oxidado de una vieja cerradura, la plaza de La Era invadida por las zarzas, el mobiliario polvoriento y despedazado de una vieja cocina, son las sombras de muchas vidas. Y estas sombras son valiosas. Hablan de la realidad. De que el presente no es eterno. De la fragilidad inconsistente de la vida y la materia. De la belleza. Del silencio. 

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