Mi vecino Justo

 20 de abril de 2022

En muchos ámbitos de la sociedad pasan casi inadvertidos. Pero en Iturrama, en horario laboral, son los que dominan las calles. Cuando la fortaleza de la luz va atemperando la frescura matinal, comienzan a salir. Con ritmos pausados, algunos renqueantes, apoyados en sus bastones, otros con andadores o en sillas de ruedas, los ancianos caminan un poco antes de ir buscando asiento en los bancos mejor ubicados al sol.

Los ancianos van migrando poco a poco, como las cabezas de los girasoles. Por las mañanas en la solana de la calle Abejeras. A primera hora de la tarde, si el calor aprieta, se van desplazando hacia los bancos situados en la umbría, orientados hacia la calle San Juan Bosco. Aquí se respira frescor, a la sombra de un jardín densamente poblado con pinos y cedros, alguno de los cuales supera en altura los ocho pisos del edificio donde vivo.

Si sopla el viento están más concurridos los bancos de la plaza Félix Huarte. Cuando viene del norte, los más resguardados son los ubicados junto al muro sur del frontón López. Si se prefiere el sol, por la mañana hay que sentarse en los bancos del sector oeste. Por la tarde, en el este. Si hace frío o llueve, se ocupan los bancos del interior del Civivox, al amparo de la calefacción.

Algunos charlan. Otros dejan pasar el tiempo mirando al horizonte. A veces los bancos son mixtos. Pero es más habitual que sus ocupantes sean todos hombres o todas mujeres. Esta mañana, como no deseaba andar mucho y me apetecía darme un baño de sol, me he sentado en uno de estos bancos de la calle Abejeras. Desde que sufro este cáncer ¡cómo aprecio el calor!

A los cinco minutos, acompañado por Lisette, se me ha acercado Justo. Justo es un vecino de 79 años al que hace poco le operaron de glaucoma. Su presión ocular era superior a lo habitual. Y en la revisión previa a la operación le detectaron varios coágulos peligrosos en la arteria aorta. Ha pasado un mes ingresado en el hospital.

Foto: Diario de Navarra

Dos años atrás, Justo era una persona felizmente activa. Gozaba de buena salud. Poseía un carácter sociable, risueño y servicial. Trabajó en el sector de la construcción. Fue él quien nos puso al día sobre los entresijos arquitectónicos de nuestro edificio. Contribuía con muchas ideas en las reuniones de vecinos. Siempre aportaba alguna solución cuando necesitábamos un fontanero o alguna pequeña reparación en casa. Durante años, se ocupó en hacer prosperar el jardín anexo a nuestra casa.

Hace siete años su mujer, Carmen, fue diagnosticada de Alzheimer. Desde entonces fue su sostén. Justo lo hacía todo. Lavaba, cocinaba, fregaba, planchaba y limpiaba con alegría. Se les veía siempre juntos. Ya en tiempos del confinamiento por la pandemia, su enfermedad se había agravado. Carmen no aguantaba estar en casa todo el día y a veces se escapaba a la calle. Su deterioro fue avanzando. Hace diez meses, se vio obligado a ingresarla en la residencia de Las Oblatas. Justo lo está acusando mucho. La soledad pasa factura. Carmen ya no le reconoce. El sufrimiento está resquebrajando su salud. Su mirada ha perdido brillo. Le cuesta sonreír.

Lisette, la cuidadora interna que le ayuda en las labores del hogar y le acompaña en sus paseos, aprovecha mi presencia para ir a comprar el pan. Justo recoloca cuidadosamente la visera de su gorra, tratando de proteger sus ojos de un sol fortalecido. Su conversación, aunque últimamente menos fluida, sigue siendo muy agradable. Su voz melancólica transmite mesura. Su expresión revela responsabilidad, seriedad, respeto hacia sí mismo y hacia los demás.

Sentados en el banco hablamos sosegadamente de los ministros del Gobierno de Sánchez, de la guerra de Ucrania, de la subida de los precios, de los perros de los vecinos. Los dos evitamos una conversación sobre la evolución de nuestras enfermedades.

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