¿Por qué oculto mi fragilidad?

 21 abril 2022

Anteayer, en la calle Pedro I, me encontré con M., antiguo compañero de trabajo (...).

A su protocolario saludo inicial de "¿Cómo estás?", le contesté a bocajarro que arrastraba un cáncer de colon. Él me respondió, sonriendo, que padecía otro de próstata. La conversación se mantuvo alegre. Hasta jocosa. Me contó que su incontinencia urinaria, su descontrol de los esfínteres, le urgía a orinar detrás de los árboles. Y que llevaba siempre consigo un informe médico para justificarse.

Ayer, paseando por la calle Serafín Olave, me topé con P. Hacía ya muchos años que no nos veíamos. Lo encontré tan delgado como antaño, con menos pelo, pero bastante más enardecido y locuaz. Percibí emoción en su voz al revelar que continuaba recordándome. Insistió en que todavía le contaba muchas veces a su mujer nuestras peripecias en busca de retos por las montañas. Que nunca después encontró un compañero como yo. Que siempre fui para él un ejemplo de austeridad y sencillez. Me pareció sincero. Al menos hace años siempre lo era. Pero me empezó a incomodar tanta alabanza.

Rememoró detalles que yo ya había olvidado de aquella travesía pirenaica, desde el Mediterráneo al Cantábrico, que planeamos mano a mano en el verano de 1985. Las noches que dormimos al raso. Yo le dejaba hablar. Revivió algún detalle de nuestras andanzas por Picos de Europa. Muchos recuerdos de aventuras compartidas en los días buenos, luminosos. De cuando todavía éramos muy puros. Aquellos años de juventud.

Picos de Europa


Siempre he tenido a Peio en alta estima. Me ha alegrado que todavía me añore. Yo también a él. Aquellas experiencias de juventud siguen muy presentes en la memoria. Nos vincularon intensamente.

Ambos soñábamos con grandes viajes por la naturaleza. P. vagabundeó durante casi un año por Sudamérica. Subió muchos “seismiles”. Se dedicó después intensamente a la escalada. Su pericia para moverse entre paredes con las cuerdas encauzó su futuro laboral. Trabajó muchos años arreglando fachadas en empresas de trabajos verticales.

Yo renuncié, en aquel momento, a aquellos viajes a paraísos lejanos. Opté por un camino más convencional. Quería ir a la universidad. Profundizar en el conocimiento de la naturaleza, pero desde una perspectiva más intelectual. Nuestros caminos se bifurcaron.

Antes de despedirnos, tras repasar someramente la trayectoria de nuestros respectivos hijos, P- preguntó por mi trabajo en el instituto. Casi inconscientemente le contesté que seguía con mis clases. Que seguía yendo al monte.

No me atreví a decirle que estaba de baja. Que padecía un cáncer amenazador. Que físicamente estaba bajo mínimos. A todos se lo cuento. ¿Por qué a él no? ¿Quise evitarle un disgusto?

Uno tiende a considerar lo vivido como una adquisición definitiva, inmutable. La admirable historia de libertad y amistad juvenil que los dos conservamos con orgullo en nuestra memoria, ¿puede quedar finiquitada por mi enfermedad? ¿Traté de sostener la ridícula idea de que nuestra juventud iba a ser eterna?

Yo, que soy partidario de ir con la verdad por delante, ¿por qué he ocultado a un amigo de la infancia mi fragilidad?

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